Carta de Mons. Braulio Rodríguez Plaza,Arzobispo de Valladolid (actual Arzobispo Electo de Toledo)
Octubre de 2005
Sequía tan larga como la que padecemos está resultando una gran calamidad. Necesitamos lluvia abundante para los campos, alimentar las aguas subterráneas y favorecer nuestra salud. ¿Basta con escuchar las previsiones meteorológicas que, por otro lado, no indican que las lluvias estén cerca? ¿Podemos hacer algo más como cristianos? Sin duda. Nuestras comunidades cristianas deben orar insistentemente por la lluvia, pues casi se ha perdido la costumbre de orar públicamente por la lluvia. Se puede, pues, recitar la oración propia para estos casos: “para pedir la lluvia” (Ad petendam pluviam).
¿Cómo se puede entender esta petición en una sociedad nuestra tan secularizada? ¡Es problema de la sociedad secularizada!, pero no hay absolutamente ninguna razón que justifique que los creyentes no acudan y supliquen a Dios para que llueva en tiempos de sequía. El creyente reconoce así su indigencia y su incapacidad para salir de ella: confía, al menos implícitamente, que sólo Dios puede salvarlo, aunque él pueda muchas cosas. Con ese reconocimiento se pone el creyente, por lo tanto, en la verdad. Y eso es mucho, pues el creyente se acepta a sí mismo en su indigencia radical y acepta a Dios como el único que puede remediarla.
¿No estaremos de este modo volviendo a un estadio de la fe ya superado? ¿No estaremos confiando en la magia o en ritos indignos del que cree en Dios? En absoluto: nuestras oraciones –e incluso los ritos que las acompañan y sostienen– no fuerzan a Dios a concedernos lo que pedimos en ellas. Una cosa es la magia y otra, muy distinta, es la oración que nace de la fe. La magia pretende apoderarse de Dios y poner su poder al servicio de las necesidades y caprichos de quien la practica. La oración cristiana se contenta con exponer a Dios el deseo o la necesidad, confiando en que Él cumplirá o remediará cómo y cuándo su amor lo disponga. La magia tiene como raíz la voluntad de poder y dominio; la oración cristiana, en cambio, viene de la entrega confiada al Señor, a quien sabemos que nos quiere.
Así que en nuestras necesidades y angustias hemos de acudir a Dios. Por mucho que podamos intervenir en el curso de las cosas por la ciencia y por la técnica, siempre hay algo en la realidad que se nos escapa. Otra cosa es orar para que llueva a nuestro antojo y a la vez dilapidar tontamente el agua, como hemos podido hacer muchas veces. Sin duda que todos hemos de cooperar a un desarrollo sostenido y a un equilibrio ecológico; también debe crecer entre nosotros la responsabilidad personal y de los poderes públicos en cuidar globalmente del planeta Tierra, rebajando los índices de contaminación, y de no consumir desmesuradamente como si la naturaleza nunca fuera afectada. Todos somos responsables de la Tierra y de las alteraciones innecesarias que más pronto o más tarde se vuelven contra nosotros.
Invito, pues, a cada uno en particular y a las comunidades cristianas a orar pidiendo al Señor la lluvia, que pensamos es necesaria, y confiando en Él, que conoce mejor que nosotros lo que nos hace falta: «Tú cuidas de la Tierra, la riegas y la enriqueces sin medida. La acequia de Dios va llena de agua» (Sal 65,10).
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