Carta de Mons. José Sánchez González, Obispo de Sigüenza-Guadalajara
Agosto 2005
El terrible incendio del pasado 16 de julio en los bosques del Ducado de Medinaceli y del Alto Tajo, además de causar once muertos, redujo en pocos días a un negro desierto de cenizas lo que durante siglos había sido una preciosa mancha verde de pinares y de otras especies arbóreas propias de la zona.
Atravesar la zona afectada o contemplar las imágenes tomadas desde el aire produce un sentimiento de desolación y de tristeza por lo que tiene de pérdida difícilmente recuperable de un precioso patrimonio natural y por el cambio de un bello paisaje lleno de vida en un escenario de silencio y de muerte.
Excelente ocasión la que nos brindan este tétrico panorama y el incendio que lo ha causado para reflexionar sobre el trato que damos y el que debemos dar a la naturaleza. Y ¿qué mejor tiempo que el verano, estación en la que más disfrutamos de la naturaleza y en la que también más la maltratamos y abusamos de ella?
El verano es también el tiempo de más incendios. A las favorables condiciones para el fuego, propias del tiempo, como la sequía, el calor y el viento, se unen la imprudencia, los descuidos y, por desgracia, con demasiada frecuencia, la acción de personas desequilibradas o maliciosas.
Todo esto nos obliga a hacer una llamada a la responsabilidad en nuestra relación con la naturaleza. Además de las razones naturales y obvias de que no somos sus dueños, sino sólo administradores, de que ha de servir para nuestro beneficio y disfrute y también para las siguientes generaciones, los creyentes tenemos especiales razones para mantener con la naturaleza un trato adecuado. Porque creemos que Dios es su Creador y Señor y nos ha mandado cuidarla y servirnos de ella; porque toda la naturaleza, junto con las personas, están destinadas a llegar a su plenitud según el designio de Dios…
Nuestra fe es la mejor fuente y el mejor camino para una sana ecología. Ésta ha de estar lejos de dos extremos o tentaciones en las que podemos caer; a saber, una cierta divinización de la naturaleza, que tiende a convertirla en una especie de absoluto e intocable, dejando la naturaleza a sus propias fuerzas. "No tocar nada" "No arrancar una planta". "Nunca talar un árbol". En el otro extremo se sitúan los que abusan de la naturaleza en provecho propio como dueños absolutos, como si todo les fuera lícito y como si sólo ellos fueran los destinatarios de sus beneficios.
Tradicionalmente han sido los agricultores y los pastores los encargados de cuidar la naturaleza. Entre otras razones, porque sabían que sólo cuidándola tenían asegurados por ella, si el clima y otros factores acompañaban, los necesarios recursos de los que dependían ellos y sus familias. Aunque, como todo ser humano, habrán cometido fallos; pero de ellos podemos aprender mucho en el cuidado de la naturaleza.
En estos días, con ocasión del incendio en nuestra provincia, hemos oído todos frases como que "el fuego en el bosque se apaga en el invierno", significando el necesario cuidado en la limpieza del bosque y de los cortafuegos, del aprovisionamiento de agua y de la disposición de otros recursos humanos y materiales adecuados para apagar el incendio, si surge. En los habitantes de los pueblos hemos tenido ocasión de admirar sus conocimientos, su sabiduría, su trabajo abnegado, su tesón y su prudencia, combatiendo las llamas contra las que, en ocasiones, han luchado en soledad durante muchas horas.
Que el contacto con la naturaleza y con quienes habitualmente viven más integrados en ella y el recuerdo de la palabra de Dios, que nos habla del destino de la naturaleza y de nuestra relación con ella, nos ayuden a encontrar el justo equilibrio para una sana y solidaria ecología.
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