Mons. Francisco Gil Hellín, Arzobispo de Burgos
Noviembre 2006
Lo dijo el Papa hace dos domingos: «Ochocientos millones de personas viven en una situación de desnutrición». Y añadió: «Demasiadas personas, especialmente niños, mueren de hambre» Se le hiela a uno la sangre con sólo escribir estas cifras. Porque es mucho el dolor que hay detrás de ellas. Dolor de quienes sufren la malnutrición y el hambre y de quienes se sienten impotentes para remediarlas. Sobre todo, cuando las víctimas son niños, ancianos y enfermos.Es fácil echar la culpa a Dios y escandalizarse de que permita estas cosas. Pero es más justo y sensato cargar con el peso de nuestra responsabilidad personal y social. Dios ha creado un mundo con recursos sobreabundantes para que a nadie le falte lo necesario para llevar una vida digna. Sobran bienes de producción y de consumo para todos los que vivimos en el mundo y para muchos más. Lo sabemos incluso los que no somos expertos en la materia. ¿Qué ocurre, entonces? Algo muy sencillo: Que los recursos son muy grandes, pero son todavía mayores las injusticias y la corrupción. «La mayor parte de los recursos del planeta se destinan a una minoría de la población». Son también palabras del Papa. Con este esquema, poco o nada se puede hacer. Si unos pocos se apropian de la inmensa mayoría de los bienes, no es extraño que la malnutrición, el hambre, la enfermedad y la muerte se enseñoreen del mundo.Juan Pablo II habló de «pecados que claman al cielo». El hambre de los inocentes y de los niños, cuando se provoca expresamente aunque sea de modo indirecto, es uno de ellos. ¿Cómo no va a clamar al Cielo que un quinto de la población se aproveche del ochenta por ciento de los bienes de la tierra y que se empleen en armamentos y guerras lo que Dios ha destinado a llenar de pan, de cultura, de bienestar las mesas de sus hijos hambrientos?Hay causas estructurales que están ligadas al sistema de la economía mundial. Para ello, es preciso cambiar la orientación del desarrollo mundial, de modo que no sean las leyes del neoliberalismo y del neoindividualismo quienes dinamicen las fuerzas económicas y sociales, sino las de la justicia, la solidaridad y el bien común. Los Gobiernos tienen aquí una enorme responsabilidad. Porque son ellos, quienes con sus acciones y omisiones, más contribuyen a que se trasvasen a las generaciones actuales y venideras problemas que ya deberían estar resueltos. No deberían excluir que pasen a la historia como los responsables de futuras revoluciones violentas. Pues la Televisión lleva hoy a todos los rincones situaciones enormemente diferenciadas y, por ello, irritantes y provocadoras. Junto a los Gobiernos, los trabajadores de los medios de comunicación. Es verdad que tantas veces no les resulta fácil ser veraces y creadores de una sana opinión pública. Porque el neoliberalismo se ha adueñado de ellos. Pero esta dificultad no les exime de su propia responsabilidad.Las familias tienen también unas responsabilidades específicas. Es preciso que inviertan el estilo de vida que impera actualmente. De modo que los hijos y los jóvenes sean educados sin tantos caprichos, con más sobriedad, con menos exigencias de cosas no necesarias, con mayor implicación en los sufrimientos ajenos, con un horizonte donde se valore más a las personas por sus virtudes humanas que por sus posesiones o triunfos.Los cristianos del siglo veintiuno tenemos aquí un panorama tan exigente como apasionante. El «tuve hambre y me disteis de comer», lejos de haberse borrado del evangelio, sigue gritándonos que será uno de los criterios con los que Dios juzgará nuestro paso por la tierra.
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